CAPITULO 4
SERVICIO LEGIONARIO
1. Debe “revestirse de las armas de Dios” (Ef 6, 11)
La Legión de María toma su nombre de la legión romana, la cual es considerada todavía hoy, después de tantos siglos, como dechado de lealtad, valor, disciplina, resistencia y poder conquistador, a pesar de haber empleado dichas cualidades para fines muchas veces ruines y siempre mundanos (véase apéndice 4). Es evidente que la Legión de María no podrá de manera alguna presentarse ante su capitana sin estar adornada de tan preciosas virtudes. Sería el engaste sin la joya. De modo que las cualidades mencionadas expresan el mínimum del servicio legionario. San Clemente, convertido por San Pedro y colaborador de San Pablo, propone al ejército romano como un modelo que la Iglesia debe imitar.
“¿Quiénes son los enemigos? Son los malvados que se resisten a la voluntad de Dios. Así, pues, entremos con determinación en la guerra de Cristo, y sometámonos a sus gloriosas órdenes. Examinemos atentamente a los que sirven en la legión romana bajo las autoridades militares, y observaremos su disciplina, su prontitud de obediencia en ejecutar sus órdenes. No todos son perfectos, o tribunos, o centuriones, u oficiales al frente de cincuenta soldados, u ostentan grados de autoridad inferiores. Pero cada hombre, según su rango, ejecuta las órdenes del emperador y de sus oficiales superiores. Los grandes no pueden subsistir sin los pequeños. Hay cierta unidad orgánica que combina todas las partes de modo que cada cual ayuda a todos y todos le ayudan a él.
Consideremos la analogía de nuestro cuerpo. La cabeza sin los pies no es nada, como tampoco son nada los pies sin la cabeza. Aun los órganos más íntimos de nuestro cuerpo son necesarios y valiosos para el cuerpo entero. En efecto, todas las partes colaboran en mutua dependencia, y prestan una obediencia común, en beneficio de todo el cuerpo” (San Clemente, Papa y mártir, epístola a los Corintios, año 96, capítulo 36 y 37).
2. Debe ser “un sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, y no conforme a este mundo” (Rm 12, 1-2)
Sobre esta base se levantarán en el alma de todo fiel legionario de María virtudes tanto más excelsas cuanto más sublime es su causa comparada con la del antiguo ejército romano. Y, sobre todo, vibrara su alma con esa noble generosidad que arrancó a Santa Teresa esta queja: “¡Recibir tanto, tanto, y devolver tan poco! ¡Ay, éste es mi martirio!” y contemplando a su Señor crucificado, a Aquel que le entregó hasta su último suspiro y la última gota de su sangre, el legionario debe hacer el firme propósito de reflejar en su servicio siquiera algo de tanta generosidad.
“¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? “
(Is 5,4)
3. No debe rehuir “trabajos y fatigas” (2Co 11,27)
Aunque el católico celoso tiene que estar dispuesto siempre -en una u otra parte del mundo- a enfrentarse a instrumentos de tortura y muerte- como lo prueban hechos recientes-, el servicio legionario tiene, por lo común, un campo de acción menos brillante. Así y todo, no escasearán las ocasiones de practicar el heroísmo; callado, si se quiere, pero no por eso menos verdadero. El apostolado legionario impondrá al acercarse a muchas personas que preferirían alejarse de toda sana influencia, y que no tendrán reparo en manifestar su desagrado, al ser visitadas por aquellos que procuran el bien y combaten el mal. Ya estos seres hay que ganárselos; y eso no será posible si no es poniendo en juego un espíritu paciente y recio.
Miradas aviesas; la punzada de la afrenta y del desprecio; ser el blanco del ridículo y de las malas lenguas; cansancio del cuerpo y del espíritu; el tormento del fracaso y de la innoble ingratitud; frío intenso, lluvias torrenciales, suciedad, insectos, malos olores, pasillos oscuros, ambiente sórdido; el privarse de pasatiempos y cargarse de preocupaciones, que siempre se acumulan en las obras de la caridad; la angustia que se apodera de toda alma sensible a la vista del ateísmo y de la depravación; la participación generosa en los dolores ajenos… Todas esas cosas tienen poco de aparatosas; pero sobrellevadas con paciencia, más aún, consideradas como goces, con perseverancia hasta el fin, vendrán a pesar en la balanza de la divina Justicia casi tanto como el amor que excede a todo otro amor: el de aquel que da la vida por sus amigos (Jn 15,13).
“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 116,12).
4. Debe proceder con amor, “igual que Cristo nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5,2)
El secreto del éxito feliz en el trato con los demás está en establecer contacto personal con ellos, un contacto de amor y simpatía mutua. Pero este amor ha de ser más que meras apariencias: ha de saber resistir las pruebas que entraña la verdadera amistad; esto exigirá a menudo alguna mortificación. Saludar, en un ambiente de lujo y elegancia, a quien poco antes se fue a visitar en la cárcel; andar por las calles con personas andrajosas, estrechar cordialmente una mano mugrienta, aceptar un bocado en una buhardilla pobre y sucia: estas cosas- y otras por el estilo- a algunos les parecerá difíciles, pero, si rehuyen, se descubrirá que esa amistad era puramente fingida. Y, ¿qué sucede? Se rompe el contacto, y aquella pobre alma que se iba levantando, desilusionada, se vuelve a hundir en la sensación de fracaso.
Toda obra, para ser realmente fructífera, debe radicar en cierta disposición del alma a darse espontánea y totalmente a los demás. Sin ella, el servicio legionario carece de vida. El legionario que pone límites: “hasta ese punto me sacrificaré, más no”, nunca saldrá de lo trivial, por más esfuerzos que haga. Pero teniendo esta pronta disposición- aunque esta no se desarrolle en toda su eficacia, o sólo en una mínima parte-, fructificará, sin embargo, en obras portentosas.
Contestó Jesús: ¿Tú darías la vida por mí? (Jn 13,38).
5. Debe “correr hasta la meta” (2 Tm 4,7)
Así pues, la Legión exige un servicio sin límites, sin restricciones. Y esto no es solamente un consejo, es una necesidad; porque, si no apunta el legionario a lo más alto, no llegará a perseverar ni siquiera en lo comenzado. Perseverar hasta el fin en la obra del apostolado es, en sí misma, cosa heroica; y este heroísmo se consigue sólo a fuerza de una serie continua de actos heroicos, que tienen en la perseverancia final su remate y su corona.
Pero aquí tratamos de la perseverancia, no sólo de cada legionario, en su calidad de tal, sino como un sello que ha de llevar estampado cada acto que integra el programa de acción de la Legión. Cambios tiene que haber, claro está: en las visitas se cambia de lugar y de persona; se pone término a unas obras y se empiezan otras, etc.; pero esto es el movimiento acompasado de un proceso vital, no el caprichoso vaivén de la inestabilidad y del afán de novedad, que acaba por romper la más férrea disciplina. Recelosa de este espíritu de mutabilidad, la Legión no cesa de clamar exigiendo un espíritu recio; y, al terminar sus juntas, envía a los legionarios a sus diversas empresas, despidiéndolos con esta consigna invariable: ¡Manteneos firmes! (2 Ts 2,15).
Salir airoso en cualquier empresa difícil depende del esfuerzo constante, y éste, a su vez, es fruto de una voluntad indómita de vencer. Ahora bien: lo esencial, para que persevere esta voluntad, es que no se doblegue ni mucho ni poco; y, por eso, la Legión impone a cada cuerpo del ejército- y a cada soldado de ese cuerpo- la resolución de negarse en absoluto a aceptar cualquier derrota, o a exponerse a ella por cierta tendencia a considerar las varias empresas con lemas como éstos: “promete”, “no promete”, “irremediable”, etc.
Calificar a primera vista como irremediable cualquier caso da a entender que, en lo que respecta a la Legión, hay un alma de inestimable valor que se deja en libertad para que se precipite a gran velocidad por el camino de la perdición; indica, además, que ya no se obra con miras altas, sino por el prurito de la novedad y por deseos de un aparente progreso, resaltando que, si la semilla no brota en las mismas pisadas del sembrador, éste se desanima y, más o menos tarde, abandona la labor.
Por otra parte, se ha dicho con insistencia que el mero hecho de clasificar de irremediable una situación- sea la que fuere- automáticamente debilita el ánimo para todas las demás. Consciente o inconscientemente al acometer una empresa, siempre entrará la duda de si ésta merecerá el esfuerzo que exige; y la menor vacilación en tales circunstancias paraliza la acción.
Pero lo más triste es que ya, en tal caso, no actuaría la fe, como debe actuar en toda obra legionaria; y sólo se le abriría paso cuando así conviniera a los cálculos de la razón, y aún entonces haría un papel muy secundario. De donde resulta que, por estar tan amarrada la fe y tan agotado su brío, enseguida entran en tropel las timideces y las ruindades de la naturaleza y la mera prudencia humana, que antes se tenían a raya; y la Legión, para gran deshonra suya, viene a ofrendar al cielo un servicio relativo, pasajero y mezquino.
La Legión, pues, se preocupa, ante todo y sobre todo, de proceder con resolución y vigor, y, sólo secundariamente, de trazar un determinado programa de actividades. A sus socios no les exige ni riquezas ni influencia social, sino fe sin vacilar; no pide hazañas, sino esfuerzos constantes; no genio ni talento, sino amor insaciable; no fuerzas de gigante, sino disciplina férrea. El servicio legionario tiene que ser un perpetuo ¡Adelante!, cerrándose total y obstinadamente a todo desaliento; inconmovible como una roca en momentos de crisis, y constante en todo tiempo; deseoso del éxito, pero humilde en su logro y desasido de él; luchando contra el fracaso, pero, si viene, sin arredrarse por él; al contrario, prosiguiendo la lucha hasta resarcirse de las pérdidas, aprovechándose hasta de las dificultades de la monotonía como de un campo donde desplegar su confianza y su resistencia ante un prolongado asedio. Pronto a la voz de mando; alerta aun sin ser llamado; y siempre, aun cuando no haya combate ni se divise al enemigo, centinela incansable de los intereses de Dios. Con ánimo para lo imposible, pero contento de hacer de mero sustituto. Nada demasiado costosos, ningún deber demasiado humilde para lo uno y para lo otro, la misma inagotable paciencia, atención igualmente minuciosa, el mismo inflexible valor: cada obra, templada por la misma áurea tenacidad. Siempre de servicio por las almas; siempre dispuesto a socorrer a los débiles en sus momentos de flaqueza, y vigilante para sorprender a los corazones endurecidos en sus escasos momentos de debilidad, buscando sin descanso a los extraviados; olvidado de sí, al pie de la cruz ajena, y allí clavado, hasta que todo esté cumplido.
¡Nunca ha de desfallecer el servicio de una organización consagrada a la Virgen fiel, y que lleva- para honor o vergüenza suya- su bendito nombre!
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