CAPITULO 6
DEBERES DE LOS LEGIONARIOS PARA CON MARÍA
1. Meditar seriamente en esta devoción, y practicarla con celo, es un deber sagrado para con la Legión, y constituye un elemento esencial a la calidad de socio de la misma, debiéndose anteponer su cumplimiento a toda otra obligación legionaria (véase el capítulo 5 , “La devoción legionaria”, y el apéndice 5, “Confraternidad de María Reina de todos los corazones”)
La Legión vive para manifestar a María al mundo, como medio infalible de conquistar al mundo para Jesucristo.
Un legionario que no tuviere a María en su corazón, en nada contribuirá al logro de este fin. Estará divorciado de toda aspiración legionaria; será un soldado sin armas, un eslabón roto en la cadena, o mejor dicho- un brazo paralizado; unido, si, materialmente al cuerpo, pero inutilizado para todo trabajo.
Un ejército- y la Legión lo es- pone todo su empeño en unir a los soldados con su caudillo tan estrechamente que ejecuten pronta y concertadamente sus planes, obrando todos como un solo hombre. Para esto sirven tantos y tan complejos ejercicios militares. Además, en un ejército tiene que haber- y de hecho así ha sido en los más célebres de la historia- una adhesión apasionada al jefe, que intensifique la unión de los soldados con él y haga fáciles los mayores sacrificios impuestos por el plan de campaña. Del caudillo se puede decir que es el alma y la vida de sus subordinados; que éstos le llevan en el corazón; que son una misma cosa con él, etc.: frases todas que revelan la eficacia del mando. Pues bien: si estas frases son expresivas de lo que sucede en los ejércitos terrenales, más propiamente deberían aplicarse a los legionarios de María, porque, si eso otro es fruto del patriotismo o de la disciplina militar, la unión entre todo cristiano y María, su Madre, es incomparablemente más estrecha y verdadera.
Por eso, decir que María es el alma y la vida del buen legionario es trazar una imagen muy inferior a la realidad; esta realidad está compendiada por la Iglesia cuando llama a nuestra Señora Madre de la divina gracia, Mediadora de todas las gracias, etc. En estos títulos queda definido el dominio absoluto de María sobre el alma humana: un dominio tal y tan íntimo, que no es capaz de expresarlo adecuadamente ni la más estrecha unión en la tierra: la de la madre con su hijo en el seno. Estas y otras comparaciones, sacadas de la misma naturaleza visible, nos ayudarán algo a conocer el puesto que ocupa María en el obrar de la divina gracia. Sin corazón no circula la sangre; sin ojos no hay comunicación con el mundo de los colores; sin aire, de nada vale el aleteo del ave, no hay vuelo posible. Pues más imposible aún es que el alma, sin María, se eleve hasta Dios y cumpla sus designios. Él lo ha querido así.
Esta dependencia nuestra de María es constante, aunque no la advirtamos, porque es cosa de Dios, no una creación de la razón o del sentimiento humano. Con todo, podemos y debemos- robustecer esta dependencia más y más, sometiéndonos a ella libre y espontáneamente. Si nos unimos íntimamente con Aquella que- como afirma San Buenaventura- es la dispensadora de la Sangre de nuestro Señor, descubriremos maravillas de santificación para nuestras almas; brotará en nosotros un manantial de insospechadas energías, con las que podremos influir en la vida de los demás. Y aquellos que no pudimos rescatar de la esclavitud del pecado con el oro de nuestro mejor esfuerzo, recobrarán -todos ellos, absolutamente todos- su libertad, cuando en ese oro engaste María las joyas de la preciosa sangre de su Hijo, que Ella posee como tesoro.
El legionario debe estar totalmente imbuido de esta influencia incesante de María; comience con un fervoroso acto de consagración, y renuévelo frecuentemente con alguna jaculatoria que lo compendie por ejemplo: soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo tuyo es-; hasta llegar a fuerza de repetidos y fervientes actos, a poder decir que “respira a María como el cuerpo respira el aire” (San Luis María de Montfort).
En la santa misa, la sagrada comunión, visitas al Santísimo, el santo rosario, vía crucis y otros actos de piedad, el legionario debe procurar identificarse por decirlo así- con María, y mirar los misterios de nuestra redención con los ojos de Aquella que los vivió juntamente con el Salvador y tomó parte en todos ellos.
Si imita a sí a María; si le vive agradecido; si se alegra y se duele con Ella; si le dedica lo que Dante llama “largo estudio y gran amor”; si la recuerda en cada oración, en cada obra, en cada acto de su vida íntima; si se olvida de sí y de sus propias fuerzas y habilidades, para depender de Ella; si es así y actúa así, tan henchido quedará el legionario de la imagen y del conocimiento de María, que él y Ella no parecerán sino un solo ser. Y, perdido en las inmensidades del alma de María, el legionario participará de su fe, de su humildad, de su corazón inmaculado, con todo su poder de intercesión; y pronto, muy pronto, se verá transformado en Cristo, meta suprema de la vida. María, a su vez, corresponderá a la generosa entrega del legionario; entrará Ella misma a participar en todas su empresas apostólicas, derramará por medio de él su ternura de Madre sobre las almas, y no sólo le dará la gracia de ver en aquellos para quienes trabaja y en sus hermanos legionarios a la persona de Jesucristo, sino que, en su mismo trato con ellos, le inspirará aquel finísimo amor y delicada solicitud que Ella prodigó al cuerpo físico de su divino Hijo.
Al ver la Legión que sus miembros están hechos así copias vivientes de María, se proclama Legión de María, destinada a compartir con Ella su misión salvadora en este mundo, y a ser coronada con su triunfo. La Legión manifestará a María al mundo, y María derramará sobre el mundo, y lo abrasará en el fuego de su amor.
“Vivid gozosos con María; sufrid con Ella todas vuestras pruebas; con Ella trabajad, orad, recreaos y tomad vuestro descanso. En compañía de María buscad a Jesús; llevadle en brazos; y con Jesús y María fijad vuestra morada en Nazaret. Id con María a Jerusalén; quedaos bajo la cruz; sepultaos con Jesús. Con Jesús y María resucitad y subid al cielo. Con Jesús y María vivid y morid” (Tomás de Kempis, Sermón a los novicios).
2. La imitación de la humildad de María es la raíz y el instrumento de toda acción legionaria
La Legión se dirige a sus miembros hablando en términos de combate. Y con razón, porque ella es el instrumento activo visible de Aquella que es temible como un ejército en orden de batalla, y que se esfuerza denodadamente por el alma de cada hombre; y también, porque el ideal militar crea en los hombres, además del entusiasmo de todo ideal, unas insospechadas energías. Los legionarios de María, al sentirse sus soldados, se verán impulsados a trabajar con una exigencia disciplinada, y sin perder de vista que sus acciones bélicas son ajenas a este mundo, y que, por lo tanto, han de conducirse, no según la táctica militar de este mundo, sino del cielo.
El fuego que llamea en el corazón del verdadero legionario prende sólo cuando encuentra unas cualidades que el mundo desconoce y tiene como vil escoria; en particular, la humildad: esa virtud tan poco comprendida y tan menospreciada, cuando es en sí nobilísima y vigorosa, y confiere singular nobleza y mérito a quienes la buscan y se abrazan a ella.
La humildad desempeña un papel único en la vida de la Legión. Primero como instrumento esencial del apostolado legionario: el principal medio de que se vale la Legión para su obra es el contacto personal, y no le será posible ni realizar ni perfeccionar este contacto sino mediante socios dotados de modales henchidos de dulzura y sencillez, que sólo pueden brotar de un corazón sinceramente humilde. En segundo lugar, la humildad es para la Legión más que mero instrumento de su apostolado: es loa cuna misma de este apostolado. Sin humildad no puede haber acción legionaria eficaz.
Según Santo Tomás de Aquino, Cristo nos recomendó por encima de todo la humildad, y por esta razón: porque con ella se anula el principal impedimento para nuestra santificación. Todas las demás virtudes derivan de ella su valor. Sólo a ella le concede Dios sus dones, y los retira en cuanto ella desaparece. De la humildad brota la fuente de todas las gracias: la Encarnación. En su Magníficat dice María que Dios hizo en Ella alarde del poder de su Brazo, es decir: usó con Ella toda su omnipotencia. Y da la razón: su humildad. Ésta fue la que atrajo la mirada de Dios sobre María, y la que le hizo descender a la tierra para acabar con el mundo viejo e inaugurar otro nuevo.
Más ¿Cómo pudo ser María dechado perfectísimo de humildad, si estaba enloquecida y Ella era consciente- de un cúmulo de perfecciones del todo inconmensurables, rayano en lo infinito? Cierto. Pero era humildísima porque, al mismo tiempo, se veía también redimida, y más enteramente que todos los demás hijos de Adán; y jamás perdía de vista que sólo debido a los méritos de su Hijo estaba Ella adornada de tantas gracias y dones. Su inteligencia sin igual iluminada por la luz de lo alto- percibía con claridad meridiana que, habiendo recibido de Dios más que nadie, más que nadie era deudora a la divina generosidad, y una actitud fina y exquisita de agradecimiento y de humildad brotaba en Ella de modo espontáneo y permanente.
De María, pues, aprenderá el legionario que la esencia de la verdadera humildad consiste en ver y reconocer, con toda sencillez, lo que realmente es uno delante de Dios; en entender que uno, por sí mismo, no tiene como propio suyo más que el pecado, y que todo lo demás es don gratuito de Dios, el cual puede aumentar, disminuir o retirar los dones con la misma libertad con que los otorgó. La convicción de nuestra absoluta dependencia de Dios se evidenciará en una predilección marcada por los oficios humildes y poco buscados, en una disposición de ánimo pronta a sufrir el menosprecio y las contrariedades; en resumidas cuentas: adoptaremos hacia cualquier manifestación de la voluntad divina una actitud que refleje la de María, y que Ella misma expresó en estos términos: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38).
La unión del legionario con su celestial Reina es imprescindible; más, para realizar esta unión, no basta desearla, se precisa también capacitarse para ella. Ya puede uno, con la mejor voluntad, ofrecerse a sentar plaza para salir buen soldado, que, si no reúne las cualidades requeridas para ser de él una pieza bien ajustada de la máquina militar, su sujeción al mando resultará ineficaz: no hará más que estorbar la ejecución de plan de campaña. Dígase lo mismo respecto del legionario. Ya puede estar encendido en deseos de escalar un puesto eminente en el ejército de su Reina; no basta: tiene que mostrarse capaz de recibir lo que tan ardientemente anhela María darle. Ahora bien, ¿de dónde vendrá su incapacidad? En el caso de un soldado de la tierra, provendrá de la falta de valor, de inteligencia, de salud física, etc.; en un legionario de María esa incapacidad vendría de la falta de humildad. Sin humildad es de todo punto imposible conseguir los dos fines de la Legión: la santificación personal de sus miembros y la irradiación de la santidad en el mundo. Y sin humildad no puede haber santidad; ni puede haber apostolado legionario, porque le faltaría su alma; la unión con María. Es que la unión lleva consigo alguna semejanza; mas sin humildad- la virtud característica de María- no puede haber semejanza con Ella y, por lo tanto, tampoco unión. La unión con María es la condición indispensable de toda acción legionaria: su fundamento, su raíz, y como el terreno donde germina; si falta ese terreno de la humildad, es hasta inconcebible pensar que pueda darse y fructificar esa unión. La vida del legionario se irá secando como una pobre planta.
El corazón de cada legionario es el primer campo de batalla donde moviliza la Legión sus fuerzas. Cada socio tiene que luchar consigo mismo primero, y derrocar el espíritu de orgullo y amor propio que se alza en su corazón. Y, ¡cómo cansa la lucha contra la raíz de todos los males dentro de nosotros mismos! ¡Qué agotador, este continuo esfuerzo para tener en todo pureza de intención! Es una pelea de toda nuestra vida. Y los que fracasan son aquellos que se fían de sus propias fuerzas, porque se convierten en enemigos de sí mismos. ¿De qué le vale a uno una fuerte musculatura si se está hundiendo en arena movediza? Lo que necesita es alguien que le tienda su mano vigorosa.
Legionario: esa mano fuerte te la tiende María, no te fallará, porque está firmísimamente arraigada en la humildad, que para ti es vital. Si eres fiel en practicar el espíritu de absoluta dependencia de María, irás por un camino ancho y recto, un camino real que lleva a la humildad, a esa humildad que San Luis María de Montfort llama “el secreto de la gracia, tan poco conocido, pero capaz de vaciarnos de nosotros mismos pronta y fácilmente, llenarnos de Dios y hacernos perfectos”.
Veamos cómo es esto. El legionario, para volver los ojos a María, necesariamente tiene que apartarlos de sí mismo; María toma por su cuenta ese cambio y le da un valor nuevo más alto: lo transforma en muerte del yo pecador, condición dura, pero necesaria, de la vida cristiana (Jn 12,24-25). El talón de la Virgen humilde quebranta la serpiente del mal en sus múltiples cabezas:
a) La vana exaltación. Si a María, tan rica en perfecciones hasta el punto de ser llamada por la Iglesia Espejo de justicia- y dotada de tan ilimitado poder en el reino de la gracia, la vemos postrada de rodillas como simple esclava del Señor, ésta y no otra, deberá ser la actitud de su legionario;
b) el buscarse a sí mismo. Habiéndose entregado a sí mismo en todos sus bienes espirituales y temporales- en manos de María para que de todo disponga Ella, el legionario deberá continuar sirviéndola con el mismo espíritu de generosidad;
c) la propia suficiencia. El hábito de confiar en María produce inevitablemente la desconfianza en las propias fuerzas;
d) la presunción. La conciencia de colaborar con María lleva consigo la persuasión de la propia insuficiencia: pues, ¿qué ha aportado el legionario, sino su miseria y debilidad?
e) El amor propio. ¿Dónde hallará el legionario en sí mismo cosa digna de aprecio? ¿Cómo distraer sus ojos con la vista de su propio valer, si está totalmente absorto en el amor y contemplación de su excelsa Reina?
f) La propia satisfacción. En este santo compromiso, lo superior acaba por predominar sobre lo inferior. Además, el legionario ha tomado a María como modelo, y aspira a imitar su perfectísima pureza de intención;
g) el buscar los propios intereses. Desde que uno se apropia de los criterios de María, uno busca sólo a Dios, ya no caben proyectos de vanidad ni intereses de recompensa;
h) la propia voluntad. Sometido en todo a María, el legionario desconfía de sus impulsos naturales, y presta oído atento a las secretas inspiraciones de la gracia.
En el legionario realmente olvidado de sí mismo ya no habrá obstáculos a las maternales influencias de maría; y, así, Ella hará brotar en él nuevas energías y espíritu de sacrificio y hará de él un buen soldado de Cristo (2 Tim 2, 3), bien equipado para el duro servicio que en su profesión le espera.
“Dios se deleita en obrar sobre la nada; sobre los abismos de la nada levanta Él las creaciones de su poder. Debemos estar llenos de celo por la gloria de Dios, y, al mismo tiempo, convencidos de nuestra incapacidad para promoverla. Hundámonos en el abismo de nuestra nada y cobijémonos a la sombra abismal de nuestra bajeza; y esperemos tranquilos hasta que el Todopoderoso tenga a bien tomar nuestros esfuerzos como instrumento de su gloria. Si lo hace, será por medios muy distintos a los que hubiéramos imaginado naturalmente. ¿Quién contribuyó jamás, después de Jesucristo, a la gloria de Dios tanto y de modo tan sublime como María? Y, sin embargo, todos sus pensamientos los encausaba Ella con deliberación plena a su propio aniquilamiento. Su humildad parecía poner trabas a los designios de Dios sobre Ella; pero no, todo lo contrario: fue esa humildad, precisamente la que facilitó la ejecución de sus designios de misericordia” (Grau, El interior de Jesús y María).
3. Una autentica devoción a María obliga al apostolado
En otra parte de este manual hemos subrayado que, cuando se trata de Cristo, no podemos estar escogiendo de Él solo lo que nos agrade: no podemos aceptar al Cristo de la gloria sin aceptar también en nuestras vidas al Cristo del dolor y de la persecución; porque hay un solo Cristo, que no puede ser dividido. Tenemos que tomarlo tal como es. Si vamos a Él en busca de paz y felicidad, puede ser que nos encontremos clavados en la cruz. Los polos opuestos están unidos y no pueden ser separados: no hay palma sin pena, no hay corona sin espinas, no hay mieles sin hieles, no hay gloria sin cruz. Buscamos lo uno, y nos encontramos también con lo otro.
Y la misma ley se aplica a nuestra Señora. Tampoco podemos dividirla y escoger la parte que nos halague. No podemos participar en sus alegrías sin que nuestros corazones se sientan al poco tiempo traspasados por sus dolores.
Si queremos llevarla con nosotros, como San Juan, el discípulo amado (Jn 19,27), ha de ser toda entera. Si queremos quedarnos con un aspecto de su ser, es fácil que se nos escape totalmente. Luego nuestra devoción a María tiene que mirar todas las caras de su personalidad y misión, y tratar de reproducirlas; y no debe preocuparnos especialmente lo que no es lo más importante. Por ejemplo, es muy hermoso y útil mirarla como nuestro dulcísimo modelo, cuyas virtudes hemos de copiar; pero esto, y nada más, sería una devoción parcial, y hasta mezquina. Tampoco basta rezarle, por muchas oraciones que pronunciemos, ni conocer y agradecer gozosamente los innumerables y maravillosos modos con que las Tres Divinas Personas la han adornado, edificando sobre Ella su Proyecto, haciéndola fiel reflejo de sus propios atributos divinos. Tenemos que tributar a María todos estos homenajes, porque los merece; pero todo eso no es sino una parte del todo. Nuestra unión con Ella, es lo único que hará a nuestra devoción lo que debe ser. Y esta unión significa necesariamente comunión de vida con Ella. Y la vida de Ella no consiste principalmente en ser objeto de nuestra admiración, sino en comunicarnos la gracia.
Toda su vida y todo su destino es la Maternidad, primero de Cristo y luego de los hombres. Ése es el fin para el que la Santísima Trinidad, después de una deliberación eterna, la preparó y la creó; así lo afirma San Agustín. En el día de la Anunciación, comenzó Ella su maravillosa misión, y desde entonces ha sido la madre hacendosa, atenta a las tareas de su casa. Por algún tiempo, esas tareas se limitaron a Nazaret, pero pronto la casita se convirtió en el universo mundo, y su hijo abarca a toda la humanidad. Y así ha seguido; sus labores domésticas continúan a través de los siglos, y nada se puede hacer en este Nazaret ampliado sin contar con Ella. Cuanto hagamos nosotros por el Cuerpo místico de Cristo no es más que un complemento de sus cuidados; el apóstol se suma a las actividades de la Madre. Y, en este sentido, la santísima Virgen podría declarar: Yo soy el apostolado, casi del mismo modo que dijo: Yo soy la Inmaculada Concepción.
Esta maternidad espiritual es su función esencial y su misma vida: si no participamos en ella, no tenemos con María verdadera unión. Por lo tanto, asentemos el principio una vez más: la verdadera devoción a María implica necesariamente el servicio de los hombres. María sin la Maternidad y el cristiano sin el apostolado son ideas análogas: ambas son incompletas, irreales, insustanciales y contrarias al Plan de Dios.
Por consiguiente, la Legión no descansa como algunos suponen- sobre dos principios: María y el apostolado; si no sobre María como principio único que abarca el apostolado y, bien entendida, toda la vida cristiana.
Los sueños, sueños son: igualmente iluso puede ser un ofrecimiento meramente verbal de nuestros servicios a María. No hay que pensar que los compromisos del apostolado bajarán del cielo como lenguas de fuego sobre aquellos que se contentan con esperar pasivamente hasta que eso suceda; es de temer que los ociosos seguirán en su ociosidad. La única manera eficaz de querer ser apóstoles es emprender el apostolado. Una vez dado el paso, viene luego María a tomar nuestra actividad, y la incorpora a su Maternidad.
Es más: María no puede pasar sin esta ayuda. ¿No decimos un disparate? ¿Cómo puede ser que la Virgen Poderosa dependa de la ayuda de personas tan débiles como nosotros? Pues así es. La divina Providencia ha querido contar con nuestra cooperación humana, para que el hombre se salve por el hombre. Es verdad que María dispone de un tesoro de gracias sobreabundante; pero, sin nuestra ayuda, no puede distribuirlas. Si su poder obedeciera solamente a su corazón, el mundo se convertiría en un abrir y cerrar de ojos; pero tiene que esperar a disponer de elementos humanos: María no puede ejercer su Maternidad, y las almas pasan hambre y mueren. Por eso acepta con ansia a cuantos se ponen a su disposición, y se sirve de todos y de cada uno de ellos, y no sólo de los santos y sanos, sino también de los débiles y enfermos. Hay tanta necesidad de todos, que nadie será rechazado. Y, si hasta los más débiles sirven para ser instrumentos del poder de María, de los mejores se servirá Ella para hacer ostentación de su soberanía. El mismo sol, que lucha por penetrar un cristal sucio, embiste con su fulgor un cristal sin mancha.
“¿No son Jesús y María el nuevo Adán y la nueva Eva, a quienes el árbol de la cruz unió en la congoja y el amor, para reparar la falta cometida en el Edén
por nuestros primeros padres? Jesús es la fuente- y María el canal- de las gracias que nos hacen renacer espiritualmente y nos ayudan a reconquistar nuestra patria celestial.
Juntamente con el Señor, bendigamos a Aquella a quien Él ha levantado para que sea la Madre de Misericordia, nuestra Reina, nuestra Madre amantísima, Mediadora de sus gracias, dispensadora de sus tesoros. El Hijo de Dios hace a su Madre radiante con la gloria, la majestad y el poder de su propia realeza. Por haber sido Ella unida al Rey de los mártires en su condición de Madre suya, y constituida su colaboradora en la obra estupenda de la Redención de la raza humana, permanece asociada a Él para siempre, revestida de un poder prácticamente ilimitado en la distribución de las gracias que fluyen de la Redención. Su imperio es tan vasto como el de su Hijo, tanto que nada escapa a su dominio” (Pío XII, Discursos del 21 de abril de 1940 y del 13 de mayo de 1945).
4. Esfuerzo intenso en el servicio de María
No es ilícito cubrir, con la apariencia de un espíritu dependiente de María, faltas de energía y método. Ha de ser todo lo contrario: tratando como tratamos aquí- de trabajar con María y por María tan mancomunadamente, es menester que le ofrezcamos a Ella lo más que podamos y lo mejor; es preciso que trabajemos con tesón, con habilidad y con delicadeza. Acentuamos esto porque a veces, al advertir a ciertos praesidia y socios de que no parecían esforzarse bastante en cumplir los deberes ordinarios de la Legión o la obligación de extenderla y reclutar miembros, nos han salido con la excusa siguiente: “Yo desconfío de mis propias fuerzas, y, así, lo dejo todo a la Virgen, para que Ella obre a su gusto”. Y no pocas veces se oye esto en los labios de personas sinceras, que quisieran atribuir su indolencia a alguna forma de virtud, como si energía y método fuesen señal de poca fe. También puede haber el peligro de conducirse en esto con un criterio meramente humano: si uno es instrumento al servicio de un inmenso poder, poco importa el esfuerzo personal propio: ¿por qué matarse un pobrecito para poner en la bolsa común unas monedas, si está en sociedad con un millonario?
Aquí hay que subrayar el principio que debe regir la actitud del legionario respecto de su trabajo. Es éste: los legionarios no son, en manera alguna, simples instrumentos de la acción de María, son sus verdaderos colaboradores, que trabajan con Ella para la redención y el enriquecimiento de los hombres. Y, en esta colaboración, cada uno suple lo que le falta al otro: el legionario aporta su actividad y sus facultades humanas es decir, todo su ser-; María contribuye con cuanto Ella es, limpiamente, con todo su poder. Ambos han de colaborar sin reserva: si el legionario es fiel al espíritu de este contrato, maría nunca fallará. Luego la suerte de la empresa está en manos del legionario: depende de si contribuye o no con todas las dotes de su inteligencia y con todo el esfuerzo de su voluntad, elevados a su máximo rendimiento mediante el método riguroso y la perseverancia.
Aunque el legionario supiera de antemano que María iba a conseguir el efecto deseado independientemente de su esfuerzo, no por eso queda él dispensado de entregarse totalmente a la obra, como si todo dependiese sólo de sus propias fuerzas. El legionario ha de poner en María la más ilimitada confianza, pero, al mismo tiempo, ha de desplegar en cada momento el máximo esfuerzo, colocando su colaboración personal al mismo nivel de su confianza en María. Este principio de relación entre la fe sin límites y el esfuerzo intenso y metódico lo han expresado los santos en estos otros términos: es menester orar, como si de la oración dependiera todo y de los propios esfuerzos absolutamente nada; y luego, hay que poner manos a la obra como si tuviéramos que hacerlo todo nosotros solos.
Aquí no cabe medir el esfuerzo por la dificultad aparente de la empresa, según el juicio de cada cual; ni echar cuentas de esta manera: ¿qué es lo mínimo que tengo que dar para conseguir mi objetivo? Aún en los negocios temporales, este espíritu de regateo lleva fatalmente al fracaso; en los negocios sobrenaturales, el fracaso será igualmente fatal, y más pernicioso, porque ese espíritu mezquino no tendría ningún derecho a la gracia, de la que depende el feliz resultado. Además, no hay que fiarse de criterios humanos: muchas veces lo imposible, con un poco de empeño, se hace posible; y al revés: muchas veces no se llega a recoger la fruta que cuelga al alcance de la mano por no extender ésta, y luego viene otro y se la lleva. Quien vive haciendo cálculos en el orden espiritual, descenderá a planos cada vez más mezquinos, y, al fin, se encontrará con las manos vacías. El único camino recto y seguro es del esfuerzo total: la entrega del legionario, con toda su alma, a cada obra, grande o pequeña. Tal vez no haya necesidad de tanta energía para esa tarea determinada; es probable que baste un último detalle para dejar la obra perfecta; y, si no hubiera más miras que la perfección humana de esa obra, ciertamente no se exigiría más que ese ligero retoque requerido para terminarla; no sería menester como dice Byron- levantar la maza de Hércules para aplastar una mariposa o para romperle los sesos a un mosquito. Pero no es así, cuando se trata de una obra legionaria.
No lo olviden nunca los legionarios: no trabajan directamente por conseguir buenos resultados; trabajan por María, y no importa si la tarea cuesta o no cuesta. El legionario debe darse de lleno a toda obra que se le encargue, consagrándole lo mejor que tiene, sea mucho o poco. Sólo así se merece que venga María a cooperar plenamente, y que haga- si fuere preciso- verdaderos milagros. Si uno no puede dar de sí más que poco, pero ese poco lo da de todo corazón, seguro que acudirá María con todo su poder de Reina, y cambiará ese débil esfuerzo en fuerzas de gigante. Y si, de hacer cuanto estaba a su alcance, todavía queda el legionario a mil leguas de la meta deseada, María salvará esa distancia, y dará al trabajo de ambos felicísimo remate.
Aunque se diera el legionario a una obra con intensidad diez veces mayor de la que es menester para dejarla perfecta, no se desperdiciaría ni una tilde de su trabajo. Pues, ¿acaso no trabaja sólo por María, y por llevar a cabo los planes y designios de su Reina? Ese superávit lo recibirá María con júbilo, lo multiplicará increíblemente, abastecerá con él las apremiantes necesidades de la casa del Señor. Nada se pierde de cuanto se confía en manos de la hacendosa Madre de familia de Nazaret.
Pero si, por el contrario, el legionario no contribuye por su parte sino tacañamente, quedándose corto en responder a las exigencias razonables de su Reina, entonces María se ve con las manos atadas para dar la medida de su corazón. El legionario, con su negligencia, anula el contrato de comunidad de bienes con María, que tantos tesoros encierra. ¡Qué pérdida para él y para las almas, quedarse abandonado así a los propios recursos!
No venga, pues, el legionario con excusas para su falta de esfuerzo y método, alegando que lo deja todo en manos de María. Una confianza de esta clase con la que se niega a poner la cooperación que se le pide- viene a ser realmente una conducta cobarde e ignominiosa. ¿Serviría así un caballero a su hermosa dama?
Como si nada hubiéramos dicho hasta ahora, establezcamos este principio fundamental de nuestra alianza legionaria con María: el legionario tiene que contribuir con todo lo que tenga; a María no le corresponde suplir lo que el legionario no quiere dar. No haría Ella bien en relevarle en los esfuerzos, el método, la paciencia y la reflexión con que debe contribuir a la economía divina.
María desea dar a manos llenas; pero no puede hacerlo sino mediante el alma generosa. Llevada de las más vivas ansias de que sus hijos legionarios vayan a Ella y se aprovechen de la inmensidad de sus tesoros, les suplica con ternura usando palabras de su divino Hijo- que le sirvan con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su mente, y con todas sus fuerzas (Mc 12,30).
Únicamente debe el legionario acudir a María para que le ayude en su esfuerzo propio, lo purifique, lo perfeccione, y sobrenaturalice lo que tenga de puramente humano, y ponga lo imposible al alcance de la humana flaqueza. Cosas todas muy grandes, que, en ocasiones, vendrían a ser el cumplimiento perfecto de las palabras de la Sagrada Escritura: las montañas serán arrancadas de cuajo y arrojadas al mar, se allanarán los montes y cerros, se enderezarán las sendas para llevar al Reino de Dios (cf. Mc 11,23).
“Todos somos siervos inútiles, pero servimos a un Maestro que es muy buen administrador, que no deja que se pierda nada: ni una gota de sudor de nuestra frente; como no deja que se pierda ni una gota de su celestial rocío. Yo no sé cual será la suerte de este libro que escribo, ni si lo he de acabar, ni siquiera sé si he de terminar la página por donde ahora corre mi pluma. Pero sé lo bastante para dedicar a mi tarea todo lo que me quede de fuerzas y de vida, sea mucho o poco” (Federico Ozanam).
5. Los legionarios deberán emprender la práctica de la “Verdadera devoción a María”, de San Luis María de Montfort.
Sería de desear que los legionarios perfeccionasen su devoción a la Madre de Dios, dándole el carácter distintivo que nos ha enseñado San Luis María de Montfort con los nombres de La Verdadera Devoción a la Esclavitud Mariana- en sus obras: La Verdadera Devoción a la santísima Virgen y El Secreto de María (véase el apéndice 5).
Esta devoción exige que hagamos con María un pacto formal, por el que nos entreguemos a Ella con todo nuestro ser: nuestros pensamientos, obras, posesiones y bienes espirituales y temporales, pasados, presentes y futuros; sin reservarnos la menor cosa, ni la más mínima parte de ellos. En una palabra que nos igualemos a un esclavo, no poseyendo nada propio, dependiendo en todo de María, totalmente entregados a su servicio.
Pero mucho más libre aún es el esclavo humano que el de María: aquél sigue siendo dueño de sus pensamientos y de su vida interior; y, así, es libre en todo ese campo suyo íntimo; la entrega en manos de María incluye la entrega total de los pensamientos e impulsos interiores, con todo lo que ellos encierran de más preciado y más íntimo. Todo queda en posesión de María, todo, hasta el último suspiro, para que Ella disponga de ellos a la mayor gloria de Dios. El sacrificarse así para Dios sobre el ara del corazón de María es, en cierto modo, un martirio: un sacrificio muy parecido al de Jesucristo mismo, que lo inició ya en el seno de María, lo promulgó públicamente en sus brazos el día de su Presentación, y lo mantuvo durante toda su vida hasta consumarla en el calvario sobre el ara del corazón sacrificado de su Madre.
Esta verdadera devoción arranca de un acto formal de consagración, pero consiste esencialmente en vivirla ya desde el primer día, en hacer de ella no un acto aislado, sino un estado habitual. Si a María no se le da posesión real y absoluta de esa vida no de algunos minutos u horas simplemente-, el acto de consagración, aunque se repita muchas veces, no vendrá a valer más de lo que puede valer una oración pasajera. Será como un árbol que se plantó, pero que no arraigó.
Mas no se crea que esta devoción exige que la mente esté siempre clavada en el acto de consagración. Sucede aquí como en la vida física: así como esta vida sigue estando animada por la respiración y el latir del corazón, aunque no reparemos en sus movimientos, también la vida del alma puede estar animada por la Verdadera Devoción incesantemente, aún cuando no prestemos a ella una atención consciente actual; basta que reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la Virgen, rumiando esta idea despacio y expresándola en actos y jaculatorias, para darle calor y viveza; pero con tal de que reconozcamos de una manera habitual nuestra dependencia de Ella, la tengamos siempre presente al menos de una manera general-, y ejerza influencia real y absoluta en todas las circunstancias de nuestra vida.
Si en todo esto hay fervor sensible, será quizá una ayuda; si no lo hay, lo mismo da: nada pierde por eso la Verdadera Devoción; de hecho, esta clase de fervor no hace frecuentemente más que originar sensiblerías e inconstancia.
Hay que fijarse bien en esto: la Verdadera Devoción no es cuestión de fervor sensible; como en todo gran edificio, aunque a veces se abrase en los ardores del sol, sus hondos cimientos permanecen fríos como la roca en que descansan.
La razón, normalmente, es fría. La más enérgica decisión puede ser glacial. La misma fe puede ser fría como un diamante. Y, sin embargo, éstos son los fundamentos de la Verdadera Devoción: cimentada sobre ellos, durará para siempre; y ni los hielos ni las tormentas que resquebrajan las montañas, la podrán destruir; todo lo contrario, la dejarán más fuerte que nunca.
Las gracias conseguidas mediante la práctica de esta Verdadera Devoción, y el puesto eminente que ha conseguido en la piedad de los fieles, son razones poderosísimas para indicar que se trata de un mensaje auténtico del cielo. Esto precisamente es lo que afirma San Luis María de Montfort: él vincula a esta Devoción innumerables promesas; y añade con gran seguridad que, si se cumplen las debidas condiciones esas promesas se cumplirán también infaliblemente.
¿Queremos saber lo que enseña la experiencia de cada día? Hablemos con quienes practican es Devoción medularmente, no de forma superficial; y seremos testigos de la gran convicción con que afirman lo que ha hecho en ellos. Preguntémosles si no son acaso víctimas del sentimiento o de su imaginación, e invariablemente nos responderán que de ninguna manera, que demasiado saltan a la vista los frutos para que pueda caber engaño.
Demos fe a todo el cúmulo de experiencias tenidas por cuantos comprenden, practican y enseñan la Verdadera Devoción. Está fuera de duda que ella profundiza la vida interior, sellándola con el distintivo de generosa entrega y pureza de intención. Comunica al alma la sensación de ir guiada y protegida, y una dulce certeza de que ha encontrado el camino seguro en esta vida. Hay miras sobrenaturales, brío, fe más arraigada; y todo eso hace que se pueda contar con uno para cualquier empresa. Y en contraposición a la fortaleza equilibrándola están la ternura y la sabiduría y, por fin, la suave unción de la humildad, que embalsama y preserva de corrupción a todas las demás virtudes. Llueven gracias tales, que hay que confesar que son extraordinarias; se ve uno llamado a grandes cosas, claramente superiores a los propios méritos y a las propias fuerzas naturales; pero ese mismo llamamiento trae consigo todo el socorro necesario para poder llevar, sin ningún contratiempo, la pesada y gloriosa carga. En resumidas cuentas: a cambio del generoso sacrificio que se hace mediante esta Devoción, estregándose uno voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se gana el ciento por uno prometido a cuantos se despojan de sí mismos para que Dios sea glorificado más y más. Según las vibrantes palabras de Newman: “Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos vencedores”.
Parece que algunas personas reducen su vida espiritual, muy simplemente, a un balance egoísta de ganancias y pérdidas. Cuando se les dice que deberían entregar sus haberes en manos de su Madre espiritual, se desconciertan. Y a veces argumentan: “Pero , si lo doy todo a María, ¿no estaré delante de mi juez, en la hora de la salida de este mundo, con las manos vacías? ¿No se me prolongará el purgatorio interminablemente? A lo cual responde agudamente cierto comentarista: “¡Pues claro que no! ¿Acaso no está presente María en el Juicio?” observación profunda.
Mas el reparo que ponen algunos contra esta consagración proviene, comúnmente, no tanto de miras egoístas cuanto de una confusión de ideas. Temen por la suerte de aquellas cosas y personas por las que hay obligación de rogar: la familia, los amigos, el Papa, la patria, etc., si se dan a manos ajenas todos los tesoros espirituales que uno posee, sin quedarse con nada. Hay que decirles: “¡Fuera todos estos recelos! Hágase la consagración valientemente, que en manos de María todo está bien guardado. Ella, Guardiana de los tesoros del mismo Dios, ¿acaso no sabrá conservar y mejorar los intereses de quienes ponen en Ella su confianza? Arroja, pues, en la gran arca de su maternal corazón, juntamente con el haber de su vida, todas sus obligaciones y deberes todo el débito-. En sus relaciones contigo, María actuará como si tú fueras su hijo único. Tu salvación, tu santificación, tus múltiples necesidades son cosas que reclaman indispensablemente sus desvelos. Cuando ruegues tú por sus intenciones, tú mismo eres su primera intención”.
Pero hablando como hablamos aquí- de sacrificio, no es leal ni noble querer probar que en esta consagración no hay pérdida ninguna: eso secaría de raíz el ofrecimiento, y le robaría su carácter de sacrificio, en que se funda su principal valor. Y, aquí, convendría recordar lo sucedido en otro tiempo con una muchedumbre de unos diez o doce mil hambrientos, que se hallaban en despoblado. Entre todos ellos, uno solo había traído algo de comer, y sus provisiones se reducían a cinco panes y dos peces. En cuanto se le rogó, se desprendió de ellas de muy buena gana. Se bendijeron los panes y los peces, se partieron, y se distribuyeron entre la multitud. Y todos, a pesar de ser tantos, comieron y se saciaron; entre ellos, el mismo que había proporcionado la cantidad original. Y aun sobraron doce cestos llenos de rebosar. (Jn 6, 1-14).
Ahora bien: supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiera contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan grande gentío? Además, los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo ceder”. Más no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia allí presentes recibieron, en el milagroso banquete, más que lo que él había dado. Y si hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron a los que en cierto modo tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado.
Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ellas multitudes enteras; y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía iban a quedar descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes dejan señales de la generosidad divina.
Vayamos, pues, a María con nuestros pobres peces y panecillos; pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre en el desierto de este mundo.
La consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la voluntad de María.
“María nos muestra a su divino Hijo, y nos dirige la misma invitación que dirigió a los sirvientes en Caná: Haced lo que él os diga (Jn 2,5). Si, a su mandato, echamos en los vasos del amor y el sacrificio el agua insípida de los mil pormenores de nuestras acciones diarias, se renueva el milagro de Caná. El agua se transforma en un vino exquisito: es decir, en las más selectas gracias, para nosotros y para los demás” (Cousin).
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