CAPITULO 8
EL LEGIONARIO Y LA EUCARISTÍA
1. LA MISA
Hemos advertido ya con insistencia que el primer fin de la Legión de María es la santificación personal de sus miembros. También hemos dicho que esta santificación es a la vez, para la Legión, su medio fundamental de actuar: sólo en la medida en que el legionario posea la santidad, podrá servir de instrumento para comunicarla a los demás. Por eso el legionario al empezar a servir en la Legión, pide encarecidamente, mediante María, del Espíritu Santo y ser tomado por este Espíritu como instrumento de su poder, del poder que ha de renovar la faz de la tierra.
Todas estas gracias fluyen, sin una sola excepción, del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Y el Sacrificio del Calvario se perpetúa en el mundo por el Sacrificio de la Misa. La misa no es mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente en medio de nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención. La Cruz no valió más que lo que vale la misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia del tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio. La misa contiene todo cuanto Cristo ofreció a su Padre, y todo lo que consiguió para los hombres; y las ofrendas de los que asisten a la misa se unen a la suprema oblación del Salvador.
A la misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para otros copiosa participación en los dones de la Redención. Si la Legión no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en ese particular, es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas condiciones y circunstancias. Más, preocupada de su santificación y de su apostolado, la Legión les exhorta, y les suplica encarecidamente que participen en la Eucaristía frecuentemente todos los días, a ser posible-, y que en ella comulguen.
Los legionarios realizan su labor en unión con María. Esto es especialmente aplicable cuando toman parte en la celebración Eucarística.
La misa tal como la conocemos está compuesta de dos partes principales: la liturgia de la palabra y la liturgia de la Eucaristía-. Es importante tener en cuenta que estas dos partes están tan estrechamente relacionadas la una con la otra que constituyen un solo acto de adoración (SC, 56). Por esta razón, los fieles deben participar en toda la misa en cuyo altar se prepara la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de Cristo, de las que los fieles pueden aprender y alimentarse (SC, 48,51).
“En el sacrificio de la misa no se nos recuerda meramente en forma simbólica el Sacrificio de la Cruz; al contrario, mediante la misa, el Sacrificio del Calvario aquella gran realidad ultraterrena- queda trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el tiempo y el espacio. El mismo Jesús que murió en la Cruz está aquí. Todos los fieles congregados se unen a su Voluntad santa y sacrificante, y por medio de Jesús presente, se consagran al Padre Celestial como una oblación viviente. De este modo la santa misa es una realidad tremenda, la realidad del Gólgota. Una corriente de dolor y arrepentimiento, de amor y de piedad, de heroísmo y sacrificio mana del altar y fluye por entre todos los fieles que allí oran” (Kart Adam, El espíritu del Catolicismo).
2. LA LITURGIA DE LA PALABRA
La misa es, ante todo, una celebración de fe, de esa fe que nace en nosotros y nos alimenta a través de la Palabra de Dios. Recordamos aquí las palabras del Misal en su capítulo “Instrucción General”(N°. 9): “Cuando las Escrituras se leen en la Iglesia, es el propio Dios el que habla a su pueblo, y Cristo, presente en la palabra, está proclamando el Evangelio. De aquí que las lecturas de la Palabra de Dios estén entre los elementos más importantes de la liturgia, y todos cuantos la escuchan deberían hacerlo con “reverencia”. La homilía es también parte de la misma, de gran importancia. Es una parte necesaria de la misa de los domingos y festivos. En los demás días de la semana ha de intentarse que haya una homilía. A través de esta homilía, el sacerdote explica a los fieles el texto sagrado, como enseñanza de la Iglesia para el fortalecimiento de la fe en los allí presentes.
Al participar en la celebración de la Palabra, nuestra Señora es nuestra modelo porque es “la Virgen atenta que recibe la Palabra de Dios con fe, que en su caso fue la puerta que le abrió el sendero hacia su maternidad divina” (MC, 17).
3. LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA EN UNIÓN CON MARÍA
Nuestro Señor Jesucristo no empezó su tarea de redención sin el consentimiento de María, solemnemente requerido y libremente otorgado. Del mismo modo que no finalizó en el Calvario sin su presencia y consentimiento. “De esta unión de sufrimientos y complacencia entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre” (AD, 9).
Permaneció al pie de la cruz en el Calvario, representando a toda la humanidad, y en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la Cruz. Está allí, como lo estuvo siempre, cooperando con Jesús como la mujer anunciada desde el principio, aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto en cada misa oída con verdadera devoción, la atención amorosa a la Virgen ha de formar parte de la misma.
Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión el centurión y su cohorte-, desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la Víctima; aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor 2, 8). Pero, aún así sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: “Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe. ¡Que ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte, y en su último aliento al Espíritu soberano”. Contemplando a su víctima sin vida ni figura le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27,54).
La conversión de estos hombres rudos y fieros fue seguramente fruto repentino e inesperado de las oraciones de María. Ellos fueron los primeros hijos extraños que recibió en el Calvario la Madre de los hombres. Desde ese momento le debió de ser muy querido el nombre de legionario. Y cuando sus propios legionarios participan en la misa cada día, uniéndose a sus intenciones y cooperando con Ella, qué duda cabe de que se los asociara, y les dará los ojos de lince de la fe, y hasta su propio rebosante corazón, para que muy íntimamente y con grandísimo provecho se identifiquen con la continuación del sublime Sacrificio del Calvario.
Viendo levantado en lo alto al Hijo de Dios, se unirán los legionarios con Él para formar una sola Víctima, como el sacerdote para participar de los frutos del divino Sacrificio en toda su plenitud.
Procurarán, además, comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios; una cooperación tal, que “cuando su amadísimo Hijo estaba consumando la redención de la humanidad en el ara de la cruz, estaba Ella a su lado sufriendo y redimiendo con Él” (Pio XI). Terminada la misa, María seguirá con sus legionarios, y les hará participes y corresponsables con Ella de la distribución de las gracias para que se derramen a manos llenas los infinitos tesoros de la redención sobre cada uno de ellos y sobre cuantos ellos encuentren y beneficien con su apostolado.
“La maternidad se conoce y se experimenta por parte del pueblo cristiano en el Banquete Sagrado -la celebración litúrgica del misterio de la Redención-, en el que se hace presente Cristo, su verdadero cuerpo nacido de la Virgen María.
La piedad del pueblo cristiano ha tenido el profundo sentido de un lazo entre devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; este es un hecho que puede verse en la liturgia, tanto de los pueblos de Oriente como los de Occidente, en las tradiciones de las familias religiosas, en los movimientos modernos de espiritualidad, los de la juventud, y en la práctica pastoral de los santuarios marianos. María conduce a los fieles a la Eucaristía” (RMat, 44).
4. LA EUCARISTÍA NUESTRO TESORO
La Eucaristía es el centro y la fuente de la gracia, por lo tanto debe ser la clave del esquema legionario. La actividad más ardiente no tendrá valor alguno si olvida por un momento que su principal objetivo es establecer el reino de la Eucaristía en todos los corazones. Porque de esa manera se cumple el fin para el cual Jesús vino al mundo. Este fin fue comunicarse con las almas para poder hacer de todas ellas una sola cosa con Él. El significado de esa comunicación es principalmente la Sagrada Eucaristía. “Yo soy el pan de la vida que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo he de dar para la vida del mundo es mi propia carne” (Jn 6,51-52).
La Eucaristía es el bien infinito. En este sacramento está Jesucristo presente tan real y verdaderamente como estuvo en otro tiempo en la casa de Nazaret o en el cenáculo de Jerusalén. La Eucaristía no es mera figura de su Persona, o mero instrumento de su poder: es Jesucristo vivo y entero. Tan vivo y entero que aquella que le había concedido y criado “halló de nuevo en la adorable Hostia al fruto bendito de su vientre, y renovó con su vida de unión eucarística- los dichosos días de Belén y Nazaret” (San Pedro Julián Eymard).
Muchas personas reconocen en Jesús sólo un profeta inspirado y como a tal le honran y le toman por modelo. Le honrarían mucho más si le viesen como más que un profeta. Entonces, ¿cuál no habrá de ser el homenaje que le debemos nosotros, que profesamos la verdadera fe? ¡Qué poca disculpa tienen los católicos que creen, pero no practican! ¡El Jesús que otros admiran lo poseemos nosotros vivo siempre en la Eucaristía, se pone a nuestra libre disposición, se nos da como alimento espiritual. Vayamos, pues, a Él, y sea Él nuestro pan de cada día.
Por contraste, da pena ver la indiferencia con que se mira tan gran bien: personas que creen en la Eucaristía, se privan por el pecado y el abandono de ese alimento vital, que Jesús quiso darles ya desde el primer instante de su existencia terrena. Niño recién nacido en Belén que significa casa del pan-, ya fue reclinado entre pajas aquel trigo divino, destinado a ser amasado en pan del cielo, para unir a todos los hombres consigo, y a unos con otros, como miembros de su Cuerpo místico.
María es la Madre de ese Cuerpo místico. Y, así como en otro tiempo anduvo solícita por remediar las necesidades materiales de su divino Hijo, arde también ahora en deseos de alimentar su cuerpo espiritual; porque tan Madre es de este como de aquel. ¡Que angustias para su corazón, ver que su Hijo en su Cuerpo místico, padece y aún muere de hambre, pues son tan pocos los que se nutren debidamente de este divino pan, y hay algunos que no lo comen nunca! Los que aspiran a compartir con María su solicitud maternal por las almas, participen también de estas angustias y trabajen unidos a Ella para mitigar esta hambre.
El legionario debe valerse de todos los recursos que estén a su alcance para despertar en los hombres el conocimiento de amor al Santísimo Sacramento y para destruir el pecado y la indiferencia que tienen los retraídos de Él. Cada comunión que se consiga es un beneficio inconmensurable; porque, alimentando a un miembro, se alimenta al Cuerpo místico todo entero, y le hace crecer en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52).
“Esta unión de la Madre y el Hijo en el trabajo de redención alcanza su clímax en el Calvario, donde Cristo “se ofreció como el perfecto sacrificio de Dios” (Hb 9,14) y donde María permaneció al pie de la Cruz (cf. Jn 19,25) “sufriendo dolorosamente con su Hijo unigénito. Allí, se unió con su corazón maternal a su sacrificio, y amorosamente consintió en la inmolación de su víctima, que ella misma había concebido”, y se la ofreció al Padre Eterno. Para perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz, el Divino Salvador instituyó el Sacrificio de la Eucaristía, la conmemoración de su muerte y resurrección, y se lo confió a su esposa, la Iglesia, la cual especialmente los domingos, reúne a los fieles para celebrar el paso de Dios por la tierra, hasta que vuelva de nuevo. Esto lo hace la Iglesia en comunión con los santos del cielo, y en particular con la Virgen nuestra Madre, cuya caridad sin límites y fe inquebrantable imita” (MC, 20).
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